Alguien me dijo una vez "no esperes nada de nadie, ni siquiera de mí".
Me dijo que no podía esperar nada de nadie porque a la hora de la verdad cada cual hace lo que más le conviene. En aquel momento pensé que se equivocaba, que no podía pensar así de todo el mundo, que no se podía generalizar.
Pues bien, a día de hoy me retracto de mis pensamientos y le doy la razón. Puede que ese haya sido el mejor consejo que me han dado nunca, pero no lo he querido dar por cierto, no hasta hoy. No quise hacerlo porque soy una persona confiada. Sí, me gusta confiar en la gente, en sus buenas intenciones, en sus buenas maneras y en su transparencia, pero ¿qué pasa cuando pecas de confiada? Pues que te la meten doblada. El problema está en que, aun así, vuelves a dar un voto de confianza porque quieres que las cosas vayan bien y porque crees que de verdad pueden ir bien, pero ellos van y vuelven a jugártela.
Aunque ese no es el mayor de los problemas, el mayor de los problemas se da cuando quieres a ese alguien a quien das votos y votos de confianza. Ese por quien esperas paciente a que se dé cuenta de sus errores y haga algo por solucionarlos. Pero no, no esperes que haga nada porque corres el riesgo de caer en la desilusión y en la decepción una vez más.
No esperar nada de nadie es lo mejor que puedes hacer porque si se da el caso de que las cosas salen bien, estupendo, te llevas esa enorme gratificación; pero si en cambio lo que te llevas es una nueva desilusión, por lo menos ya ibas preparada. Porque es mejor sentirse sorprendida que decepcionada...
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